
El profesor pasaba lista y yo aprendí que te llamabas Sophie y tenías una voz como la cuerda de un violín.
Me gustaba contemplarte, Sophie, te descubrí una noche, acurrucada y pensativa sobre la fina arena de la playa. Tu perfil suave y curvilíneo despertó en mí instintos atávicos, me atrajo como si fueras un imán.
Sophie, si tú supieras... significabas la clase de geografía de los viernes en el instituto.
Aquella tarde de junio, sentada tan sólo a unos metros de mí, la blusa entreabierta y los senos como queriendo salir a evaluar aquel espacio bendito y ardiente. Eras tan joven... y a la vez tan cruel y audaz, buena o maldita por ser bella, y no, no tenías la culpa, pero hacías sufrir a mi organismo necesitado de un orgasmo o de una mujer como tú; sólo de contemplarte, sudaba. Porque en mi vida no existían más Sophies...
Y aquel profesor, era divino, condenadamente bueno. Explicaba las oscilaciones sísmicas, las fallas, los panes de azúcar: como nuestro Cerro del Corcovado allí mismo, en Río, desde el cual se divisa la belleza del mar e Ipanema. Entonces tú te volvías y con timidez retirabas la mecha de cabello castaño que cubría tu ojo izquierdo, oscuro como una noche sin brillantes, y el derecho verde, como una esmeralda a medio tallar, pasabas la lengua sobre el labio superior, sin pintar, rasguñabas el lunar de tu hombro y despacio, con delicada suavidad, ponías una mano y acariciabas mi brazo y yo rompía a sudar y me pedías un bolígrafo, y siempre era lo mismo. Ni siquiera tenías con qué escribir tu nombre y grabar la excelencia de tu ser. No importaba, Sophie, pues tras el primer día, yo estaba pendiente y te daba a elegir entre cuatro estilógrafos Rotring de diferentes tonos y espesores. Tú escogías el negro del 0,8 “escribe fino y “belho” me decías, satisfecha. Luego, tras dos horas de ensueño, dos horas sin dejar de observar de reojo tu perfil, oler tu aroma a lavanda, disfrutar la belleza de tus movimientos, la delicadeza de tus contracciones al estornudar, la clase finalizaba.
Tu esfinge se alzaba de la silla y se ponía en movimiento y yo no podía dejar de mirar sufrir y mirar mientras tú te perdías de nuevo fluctuando en las constelaciones de la vida…
Regresaba a mi piso en la “favela”, y sin ti todo era soledad, tedio, amargura. Los recuerdos de las demás en lugar de resplandecer sobre ti y oscurecerte quedaban lejos en mi vida y en el tiempo para servir de consuelo; estaban fríos, amortajados. Ni siquiera Gladis, la prostituta, me lograba consolar. Lo hacía con ella como un semental, y no hallaba el mínimo placer en mis orgasmos. Deseaba pasar el tiempo que no estaba a tu lado dormido y al menos disfrutar la oportunidad de soñarte, pero si lograba que entraras en mí, estabas lejos, siempre lejos de acercarte, permanecías muda e indiferente, encerrada tras la oscuridad azabache de tu ojo, buceando en tu mar particular.
Una semana tras otra te buscaba en la playa, con el rumor tranquilo de las olas, caminando en la oscuridad de esas noches envolventes en las que te agradaba ser tú; y de vuelta a un nuevo viernes y a la vida. Otras dos horas de respiro, alivio y suspiros, sentado a tu lado...
Hasta que de pronto, un día, el último día del curso, no podía creerlo ¡no estabas! ¿Dónde estabas? La clase iba a comenzar y yo... no podía empezar sin ti.
El profesor entró se hizo el silencio y entonces alcé la mano o ella lo hizo por sí sola.
- ¿Sí? Demetrio.
- Sólo es por interesarme
- Ya.
- ¿Dónde está la compañera, Sophie?
- Ah sí, Demetrio. Es cierto, no ha venido ¿verdad? Bueno, parece ser que se le han presentado inconvenientes y no podrá asistir a clase.
- ¡No! Pero... ¿Qué inconvenientes?
- No lo sé. Pero creo, problemas graves de salud. ¿Ocurre algo, Demetrio?
Bajé la vista, me retorcí las manos, y dije.
- No. Es solo que a ella le interesaban los...
- Sí, Demetrio ¿qué le interesaba?
- Los estilógrafos… susurré.
- ¿Qué?
- Oh, disculpe. Su clase. Su clase es excelente, decía ella.
- Gracias. ¿Algo más, Demetrio?
- No...
Estaba apesadumbrado ¡una clase sin ti! De repente la puerta se abrió y ¡allí estabas…!
La clase de geografía, mi última clase contigo, Sophie, fue una fantasía de ensueño. Cuando finalizó estaba tan alterado y confuso, que me sentí incapaz de incorporarme de una silla a la que permanecí como anclado.
Sucedió en un instante, tu figura se alzó y comenzó a moverse de forma fluida, etérea, te pusiste en movimiento y yo no pude dejar de mirar y sufrir, mirar, mirar y MIRAR...
Te aceché de lejos, llegaste a una parada, ibas a subir al autobús. Corrí abriéndome paso entre la multitud, tratando de no perderte de vista – se trataba de ahora o nunca – y te alcancé; el autobús llegaba en ese instante. Te diste la vuelta, me descubriste. Me miraste y un brillo especial enalteció tu semblante. Me di cuenta en ese instante. ¿Por qué habías vuelto? Me pregunté.
Me fijé en el itinerario del autobús y lo supe. Volvías al lugar inaccesible en el que ahora residías. Estabas lejos, las puertas de la vida se habían cerrado para ti y las de tu vida para mí. Coincidir contigo sólo había sido un simple avatar. Sin hablar, las palabras no querían brotar de mi garganta, rebusqué en mi cartera, saqué las cuatro estilográficas, y temblequeando, balbucí.
- ¿Las necesitarás… allí?
Asentiste sin hablar, con una bella sonrisa. Las tomaste con delicadeza, en silencio me diste un beso, el último beso y el primero, y subiste al autobús, las puertas se cerraron ante mí, y quedé para siempre en suspenso. En cambio tú te diluiste en un mundo desconocido y tal vez complicado sí, demasiado enmarañado para mí. Como un mar; tu mar. Ese océano sumido para siempre en eterna oscuridad y en el que nunca acerté a bracear...
José Fernández del vallado. Josef. Sept 2008. Arreglos Junio 2009.